por Gabriela Urrutibehety
El lector que escribe un diario lee “Antes del encuentro feroz” de Agustina María Bazterrica, un título que, desde la cita de Pizarnik que actúa como epígrafe lleva a Caperucita, al lobo y al adjetivo “feroz” levemente desemparejado de su sustantivo habitual. Los cuentos de Bazterrica, piensa el lector que escribe un diario, surgen de ese desemparejamiento de lo real que suele llamarse fantástico, con una pizca de esa mirada infantil que puede ser punto de partida de las mayores ferocidades debidas, en buena parte, a la falta de moraleja y a la perspectiva desde la que los niños –cuestión de tamaño, de ángulo de visión- miran el mundo.
Los cuentos de “Antes del encuentro feroz” también miran la realidad desde otro lado. “Parece un hombre vestido de negro parado en una esquina. Pero es un lobo y quiere devorarte”: de eso se trata. La gente con la que uno se encuentra es otra cosa, como Anita, que es un alien. O el taxista, que le basta a la pasajera un viaje desde el microcentro hasta Flores para descubrir exactamente quién es. O el suicida que elige un patio, justo ese, para tirarse. Las cosas de todo los días, los encuentros de cada día, mejor dicho, dan lugar a la puesta en evidencia de que la realidad está corrida, como en esos dibujos de placas tectónicas en movimiento que recuerda el lector de manuales escolares. Y, como las placas tectónicas, provocan remezones. Violentos, extremos. Feroces.
La ferocidad, piensa el lector que escribe un diario, proviene de una asepsia narrativa que presenta la distorsión como lo más natural del mundo, como la verdadera forma de ser de lo real.
Asepsia narrativa que, paradójicamente, se juega en una modificación constante de las formas de narrar: relatos en primera, segunda y tercera persona conviven con microrrelatos –”Carne”- textos instruccionales como “Rosa Bombón” o un relato –”Lavavajillas”- escrito en el registro de una traducción portorriqueña.
Los personajes de los cuentos actúan movidos por una causa, un hecho –volvamos a la palabra “encuentro”, piensa el lector que escribe un diario- que inicia el movimiento. “Tengo un conejo entre las piernas”, dispara la niña de “Roberto”. En “Sonido” es una dentadura que cae, antes de que se desplome el cuerpo de su propietario. La imagen de Elena-Marie Sandoz –el cuento se llama igual- paraliza al protagonista pero esa parálisis es precisamente lo que genera la acción. Las uñas del taxista disparan, en “Las cajas de Unamuno”, la intensa acción mental de la pasajera. La cocina es la obsesión del preso de “Simetría perfecta”. Los cuentos se construyen como mecanismos minuciosos en torno a ese punto, evitando lo que desbalancee la construcción y desatienda a la máxima que, desde ese punto se distribuye hacia el universo del relato.
Cuentos artefactos, piensa el lector que escribe un diario, sería una buena descripción de los relatos de “Antes del encuentro feroz”. Artefactos feroces, podría completarse.